Historia sin olor.


Detrás de cada fachada había ocultas varias historias, pero solo una salto a la calle para ser captada por el fotógrafo.

Andrés vivió allí durante varios años mientras duró el trabajo en la fábrica de azulejos y después durante el tiempo que guió a turistas en la bodega del rio.
Fueron tiempos de esfuerzo, de madrugar y llegar agotado a casa. Esta le recibía llena de luz y calor en la fachada y de humedad y mal olor en las escaleras. Al pasar por la puerta del segundo sonaba permanentemente una radio y en el tercero, le esperaba, con sus paredes desconchadas y la mancha de la gotera del invierno pasado, su casa. En la cocina habitaba el olor rancio de mil guisos acumulados de inquilinos varios que se resitian a abandonar el que había sido su hogar. Por mucho que limpiara, aquellos olores agazapados entre las grietas se resistían ser expulsados. Detrás de la puerta cerrada del baño, persistían aromas que habían ido escalando por los desagües de plomo y llenaban la estancia sutilmente evocando una alcantarilla lejana.
Todo estaba en orden en los pocos metros de la vivienda. La manta de colores del solfa ponía un punto de color y de vida junto con una planta de intenso verde junto a la ventana.
Andrés leía poesía  entre novela y novela y por la noche escribía unos cuentos que iba guardando en una carpeta azul de gomas estiradas, no tenia más objeto que ir dando rienda suelta a una inspiración que llegaba de vez en cuando y  desbordaba su imaginación.

La dueña de la casa recibía puntal el dinero del alquiler y cada mes le recordaba que esta estaba en venta,  por tanto en cualquier momento llegaría el nuevo propietario. Andrés sabía que era difícil  que esto ocurriera, hacia años que nadie aparecía por allí a conocer esas cuatro paredes, así que se tomaba con tranquilidad el hecho  de poder ser desalojado. Aconstumbrado a sus paredes y con una pereza infinita por buscar nuevo alojamiento permaneció años sin otra preocupación que airear los olores antiguos que le acompañaban y pagar religiosamente el alquiler.

Era martes, un martes de noviembre que comenzó con un crujido profundo en alguna parte de la escalera. Los vecinos sacaron la cabeza cada uno por la puerta para localizar la procedencia de aquel ruido. No había sido un golpe, ni una maceta al caer. Había sido un crujido intenso que transmitía miedo, incertidumbre y desconcierto.
Los tres, mientras observaban la escalera vieron caer polvo acompañado de un rugido profundo de dinosaurio o de edificio en ruinas. Todo ocurrió muy rápido. Las carreras por la escalera, el mirar la casa desde la calle, el llegar de los bomberos, las sirenas, la revisión de lo que ocurría. Todo fue tan rápido que a medio día Andrés ya tenía tres maletas y dos bolsas grandes acumulas en la esquina de la calle, una carpeta azul le acompañaba debajo del brazo mientras los bomberos tapiaban la entrada del edificio y apuntalaban parte de la fachada.

Los únicos que no abandonaron el edificio fueron los hedores a cañería, humedad y grasa. Ahora acampan a sus anchas colándose por todas las puertas, ocupando los armarios, esparciendose por las habitaciones  y escapándose, de vez en cuando, por alguna ventana mal cerrada. Mientras, los turistas observan la casa imaginando  historias sin aromas. 

Afortunadamente la imaginación no tiene olfato y solo algunos fotógrafos sensibles son capaces de  percibir sutilmente el juego de hedores que quedan pegados a una fotografía.

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